A la
ciudad de Lorca
… la madre del niño vivo, sintiendo
conmoverse
sus entrañas por su hijo…
Libro Primero de los Reyes 3,26
Un niño ha
gritado de nuevo en medio de la noche
tal y como lo
hiciera aquel día abrazado a su bocadillo
en un intento
por asirse a la vida.
La angustia del
sueño le ha llevado de nuevo a ese momento
en el que la
tierra se olvidó de su pueblo, de sus gentes,
de las risas en
el parque y los cánticos por pascuas.
Ese viaje mezcla
de vaho, frío y derrota,
que hace ya tanto
tiempo se ha convertido en algo común,
ha vuelto a
ubicarlo en la estación de la muerte
una vez más,
y aunque juró no
recordar ese credo
siente que
irremediablemente su sino lo empuja
a la espesura
del recuerdo vacío de alegría,
henchido de
dolor, falto de aire, rebosante de un grito atronador
para,
nuevamente,
hilvanar ese hilo argumental recordándole
que la vida le
arrebató la vida en el mismo momento en que una mano,
un cuerpo, un
corazón… un amor constante más allá de la muerte,
lo devolvió a la
vida en el momento de la muerte.
Este niño hoy ha
gritado en mitad del oscuro boscaje
y por más que la
vida le ha instado a que convierta su angustia en sueño,
es el sueño el
que le recuerda que él estuvo allí, de verdad,
ante la
hediondez de la coincidencia, ante la injusticia de lo inconexo
o la amargura
omnipotente de la casualidad.
Con el tránsito
de la resignación sólo un hálito de luz, casi extinto,
ha sabido dar
cobijo a su dolorido sentir
al advertir que
la religión, durante centurias,
ha pintado a
Dios como a un hombre, errando en tal premisa por ello.
De alguna forma,
todos esos gritos perdidos en la noche
le han servido para
deducir que su madre era
el tal Mesías Salvador
del que todos hablaban.
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